A finales de los años ochenta, el arte realizado en los espacios públicos con una finalidad prácticamente ornamental da paso a un arte comprometido con el contexto social de las ciudades.
El arte en el espacio público es quizás uno de los conceptos más interesantes de este siglo y también de los que más debate suscita. Acostumbrados a ver en nuestras ciudades enormes esculturas coronando las plazas y rotondas, fruto de programas institucionales o simplemente de la ambición monetaria del concejal de turno, la década de los noventa supuso una reinvención del término, con nociones totalmente nuevas del concepto de artista y de obra de arte. Ahora ya no se quiere colonizar la calle, invadirla con obras que no contemplan ni el lugar ni los intereses de los ciudadanos (lo que se ha denominado despectivamete como Plop Art o Parachuted Art (arte arrojado o lanzado).
Realmente nos encontramos en medio de una avalancha que lo cuestiona todo de forma radical, tanto la forma como la semántica y donde entra en juego de forma primordial lo político: “El espacio público siempre es político y el arte público siempre está dispuesto a la política” (Siah Armajani). También se da prioridad al contexto frente al arte de concepto (que en su día ya desplazó al objeto). Sin duda, se trata de una vuelta de tuerca más en el intrincado paisaje artístico que ya nos habían dejado las vanguardias del siglo xx y el posterior posmodernismo… y a ver cómo le explico esto ahora a mi madre.
El arte se transforma en práctica artística, el artista en productor y el espectador en co-productor, eliminando así el aura elitista que envuelve la imagen del genio artista que crea obras de arte. Esta práctica artística “ya no quiere explicar historias sino crear situaciones, dispositivos, en los que pueda hacerse la historia” (Pilar Bonet, Interferencias, 2002). Y el nuevo productor artístico, según clasificación de Suzanne Lacy, puede comportarse como experimentador, informador, analista o activista.
La ciudad, más allá de lo construido, es una estructura de poder, “una herramienta altamente eficaz para pautar y gobernar nuestras vidas en su más elemental estructura: como cuerpos en el espacio” (Martí Peran, Post-it city. Ciudades ocasionales). Por eso, en ella se liberan las mayores batallas de la práctica artística pública. Un buen ejemplo de ello serían las múltiples iniciativas enmarcadas dentro de los parámetros de la guerrilla de la comunicación, acciones que utilizan los códigos del sistema, la gramática cultural existente, para subvertirla de forma creativa y, mayoritariamente, con ironía y humor: “¿Acaso la mejor subversión no es la de alterar los códigos en vez de destruirlos?” (Roland Barthes). La Internacional Situacionista, los Provos, el Punk o los psicogeógrafos han influenciado claramente estas acciones.
Asimismo, el arte público debe ser honesto, intentando transformar la ciudad desde dentro, de forma activa, co-creando la “obra de arte” con la gente que vive, sufre o disfruta ese espacio; creando una ciudad más habitable y sostenible; denunciando y dando visibilidad a las situaciones de marginación e interpelando a toda la comunidad. Una práctica artística honesta con lo real, “en el que las víctimas son la clave de lectura (…). Esto no implica hablar de las víctimas, hacer de ellas un tema, sino tratar con lo real de tal manera que incluya su posición y su clamor”, como bien describe la filósofa Marina Garcés, al mismo tiempo que implica dejarse afectar por la realidad y entrar en escena, teniendo en cuenta que “dejarse afectar no tiene nada que ver con el interés, puede ir incluso en contra del propio interés. (…) Ser afectado es aprender a escuchar acogiendo y transformándose, rompiendo algo de uno mismo y recomponiéndose con alianzas nuevas” (Marina Garcés, La honestidad con lo real).
Un buen ejemplo de honestidad es la práctica artística de Núria Güell (Vidreres, 1981), arte político que aborda los límites de la legalidad y los abusos de poder que esta comporta. En sus proyectos, Güell parte de malestares que tienen que ver con lo social o lo político y que, aunque le afectan personalmente, tienen que ver con lo común. La Feria de las Flores o Apátrida por voluntad propia son algunos de sus últimos trabajos.
Sin duda, más allá de la rotonda, necesitamos un arte público honesto con lo real, que valore lo ético, no solo lo estético y que nos lleve a formular nuevas preguntas como ¿qué tipo de arte necesitamos?
Gracias por el post. Añadiria a modo personal, que me fascina, de estos tiempos, aquellas intervenciones callejeras que piden la intervncion de otros, sobre ellas, haciendo de estas un arte colectivo que determina por si mismo el punto final de la obra. En la puerta de mi estudio twngo buenos ejemplos.
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