Matthew Penn pinta como Dios, cojonudamente bien, tan bien que la gente cuando ve sus pinturas dice que parecen fotos. Pero bueno, en el mundo del arte actual esto es para mí un detalle sin mayor importancia, es decir, no escribiría sobre él simplemente por su virtuosismo técnico, que es evidente que lo tiene.
Llegados a este punto, tengo que reconocer que el concepto de arte más “clásico”, esa imitación fiel de la realidad en la obra de arte, me deja bastante frío. Puedo reconocer la dificultad técnica y el talento de un artista a la hora de reflejar la realidad e incluso permanecer asombrado observando una obra de estas características, pero raramente me emociona o me sacude por dentro. En este sentido no considero que sea más artística una obra renacentista que una impresionista, cubista o pop. Me alucina que en el s. XXI aún andemos con polémicas de este estilo, intentando analizar las obras bajo un canon de belleza e imitación de la realidad desfasado y que ya describió el renacentista Leon Battista Alberti en su tratado De pictura (1436): “No debería haber ninguna diferencia visual entre mirar un cuadro y mirar por la ventana que muestra lo mismo que esa pintura.”
Así que, cargado con mis prejuicios, fui a ver la exposición Illuminating Characters del británico Matthew Penn, una rara avis en el panorama actual artístico. Dicha exposición la realiza en cooperación con ERCO, la prestigiosa marca alemana de iluminación, de la cual Penn utiliza los focos para enfatizar sus increíbles claroscuros cuando trabaja y expone su obra; una técnica, la del claroscuro, que nos recuerda a maestros tenebristas de los s. XVI y XVII como Caravaggio y José de Ribera.
Más que una exposición de cuadros al uso, la sala es una gran instalación donde es evidente que el artista ha trabajado con minuciosidad hasta el último detalle: la situación de los cuadros; los marcos de líneas puras, metálicos, que junto a sus personajes tatuados le dan un claro carácter contemporáneo; frascos con las muestras del ADN del artista y de la persona retratada incrustados en ellos; y cómo no, la iluminación, que acentúa algunas partes de las obras y deja en una densa penumbra el resto de la sala. Según él mismo comenta: “la combinación del cuadro hiperrealista con la luz crea una astmósfera oscura fascinante e hipnotizante, que absorbe al público al interior del retrato”.
Al disfrute de estar sumergido en esa instalación, se unió el poder conocer al propio artista. Penn tiene 27 años, es autodidacta y perfeccionista a muerte. Cada una de sus pinturas es fruto de decenas de capas de óleo, que va dejando secar y superponiendo, alargando el proceso de cada obra hasta tres meses. No utiliza proyectores ni impresiones sobre el lienzo que le ayuden, dibuja a la antigua usanza, mirando al modelo o una foto del mismo. Y lo controla todo, trabaja y se arremanga cuando toca, ya sea construir un marco, montar una exposición o encontrar clientes y vender sus lienzos.
Después de escuchar a Matthew Penn queda claro que ama la pintura, que le obsesiona su trabajo y que tiene algo que decir a la sociedad del s. XXI. En su obra hay algo más que un buen dibujo, hay una intencionalidad clara de profundizar en la psicología de sus modelos, del ser humano en definitiva. Y lo hace sobre una cuerda floja invisible, donde permanece en equilibrio lo duro y lo delicado, lo crudo y lo cálido. Un ejercicio extremadamente difícil y talentoso.
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